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La ciudad de San Francisco

Un recorrido por la ciudad medieval en la que vivió el fundador de la orden de los franciscanos, que culmina en la hermosa iglesia a su devoción

Asís es una ciudad de ensueño: enclavada en el monte, con casas prolijas y monocromáticas y la presencia del santo, en cada una de sus calles

Asís atesora una leyenda. Por sus calles caminó, organizó sus juergas juveniles, conoció la redención y concluyó su vida ascética San Francisco. Su estética está acorde a esa responsabilidad: desde la ruta de acceso, se vislumbra la ciudad completa que reposa sobre la colina, todo de un homogéneo color piedra. Un primer paseo puede ser por Eremo delle Carceri (cuya traducción literal es “ermita de las cárceles”). Si se sigue el camino con ese nombre durante unos cuatro kilómetros, fuera de las murallas de Asís, se llega a este lugar bellísimo, en el medio de bosques repleto de robles, en la ladera del Monte Subasio. Si bien hay un estacionamiento, es bueno saber que para llegar a los bosques habrá que caminar, con buen ritmo, unos diez minutos luego de abandonar el auto. La señalización es mala, pero prácticamente no hay bifurcaciones ni caminos alternativos, lo que hace que sea muy difícil perderse. Cuentan que San Francisco llegó aquí por primera vez en 1205 y que fue en medio de la soledad y el silencio donde decidió vivir solo en una cueva, rezar con todo su fervor y dedicarse a su penitencia.

 

Lo mejor que puede hacer el visitante es lanzarse a recorrer y tratar de descubrir las riquezas que lo circundan. Los monjes residentes están bien dispuestos a realizar tours guiados: a muchos de los espacios sólo se puede acceder acompañado por uno de ellos. Una vez que se atraviesan el portón de típico corte medieval y un pequeño túnel, se llega al patio central, donde las vistas son maravillosas.  El misticismo toca su cenit en el Agujero del Diablo: un hoyo sobre una piedra rosa, en el cual se dice que Francisco tiró a un molesto demonio que había querido tentar a Fray Rufino, uno de sus primeros seguidores en entrar en la fraternidad, allá por 1210. Por alguna razón inexplicable, muchos visitantes se ven tentados a tirar una moneda en el hoyo, como si se tratara de la Fontana di Trevi, aunque el guía suele aclarar que no se deben esperar milagros exóticos de esa combinación entre dinero sumergido y agua.

 

Secretos y tesoros

De regreso en dirección al centro, vale la pena hacer una parada en el Hotel Nun, construido sobre lo que fue un monasterio benedictino con fecha original en 1275.

El hotel sostiene, en su interior y como parte de sus instalaciones, una iglesia: la Santa Catalina. También ostenta frescos originales y cuenta con un estatus, al menos, peculiar: es un emprendimiento eclesiástico-privado. El fuerte del Nun, no obstante, es el “museo del spa”. Una iniciativa que nació casi de casualidad. Durante la construcción, los obreros se toparon con elementos antiguos romanos en los subsuelos, muchos relacionados con el agua: una fuente benéfica que la gente utilizaba para bañarse en ella y curarse de determinadas enfermedades, conductos, una cisterna (donde hoy se montó el hammam), un muro de 2.000 años de antigüedad (junto al cual se ubica en estos momentos la piscina multimasaje), altares hechos en piedra rosa de Asís… La decisión fue, entonces, crear el spa en ese mismo espacio, aprovechar los elementos hallados y solicitar al municipio que le dé el carácter de museo.

A la salida, si se observa a lo alto, se descubren las dos vigías de la ciudad: la Rocca Maggiore y, unos cuantos metros más allá hacia el este, su réplica más pequeña, la Rocca Minore. Un verdadero monumento medieval cuya historia se remonta al siglo X, pero más allá de la riquísima historia, en el presente la Rocca Maggiore no suele ser recomendada por los locales como una opción turística. “No vale la pena”, dice una buena parte de los citadinos. ¿Las razones? Llegar es difícil: la subida es empinada. Por otra parte, el aspecto museológico no está del todo cuidado. El lugar reviste un interés infinito, pero nada lo refleja. El visitante tiene que hacer un esfuerzo importante para poder comprender dónde está y la importancia relativa del lugar en la historia de Asís.

Como contraparte, y el motivo por el que vale la pena abonar la módica entrada que se exige para las áreas consideradas “de museo”, las vistas que se obtienen de toda la ciudad, desde sus 505 metros de altura, son únicas. Aquellos que estén dispuestos a una larga caminata, pueden unir, siguiendo estos antiquísimos muros, la Rocca Maggiore con la Rocca Minore.

 

Del centro a la catedral

Si se desciende lo suficiente se llega a la catedral de San Rufino, con su fachada romanesca hecha con piedras del Monte Subasio. En su altar fueron bautizados Francisco y Clara cuando eran apenas bebés.

Por la vía San Rufino se desciende hasta la Piazza dei Comune, la plaza principal del pueblo. En el trayecto, se atravesarán algunos bares y restaurantes, siempre minimalistas (pocas mesas pequeñas), siempre emanando aromas deliciosos.  En la plaza, el Templo de Minerva, que, aún convertido en iglesia católica desde hace cientos de años (hoy se llama Santa María sopra Minerva, como una forma de negociación entre lo pagano y lo teológico), exhibe innumerables huellas de su prosapia precristiana, como las columnas de la entrada o los fragmentos de inscripciones colocados en el acceso. Al lado, la Torre Cívica o Del Popolo: 47 metros de altura, una enormidad para cuando fue concebida, y un reloj que la corona. Fue construida entre 1279 y 1307 y fue la sede del primer archivo cívico de la ciudad.

Enfrente, la librería Marco Zubboli, un ámbito acogedor, quedado en el tiempo, con un frente en el que predominan las mayólicas azules. El descenso puede continuar por vía Portico. Sigue el foro romano, que se puede visitar como museo. Finalmente, la vía San Francisco, la que lleva a la iglesia con ese mismo nombre. La caminata atraviesa el Oratorio de Pellegrini, un pequeñísimo espacio de reflexión, con un antiquísimo fresco al exterior (tan antiguo como la pequeña sala).

El recorrido culmina en el corazón de la ciudad: la iglesia de San Francisco. En el subsuelo, la tumba del santo. La gente le ofrenda flores y velas, apagadas a pedido de la propia iglesia. Muchos fieles se acomodan en los asientos de madera dispuestos alrededor y lloran, como si la muerte se hubiera producido hace minutos y todavía sintieran el impacto de la pérdida.

Afuera, el sol se posa los campos verdes y parejos que se ven abajo, a la distancia. Tañen las campanas. La paz es absoluta.